UMSLOPOGAAS DEFIENDE LA ESCALINATA
Nos miramos unos a otros.
–¿Ves? —dije-. ¡Han arrancado las puertas! ¿Hay algo que pueda hacer el oficio de ellas? ¡Pronto! ¡Vendrán apenas amanezca!
Era preciso defender aquel sitio, porque en el palacio no había puertas interiores: todos los huecos se cubrían con cortinas. Si los conjurados hallaban resistencia allí, nos habíamos salvado, toda vez que el palacio era inexpugnable; de lo contrario todo sería inútil.
-En un ángulo del patio hay grandes bloques de mármol -dijo Nyleptha con la serenidad que tanto la caracterizaba–. Los escultores los trajeron ayer para formar el pedestal donde ha de colocarse la estatua de Incubu, mi señor. Podemos interceptar la entrada con ellos.
Acepté la idea, y diciendo a dos doncellas, cuyos padres, ricos mercaderes, tenían mucha gente empleada en los muelles, que bajaran a pedir ayuda, fuimos a ver los trozos de mármol. Kara volvía entonces, después de acompañar a las dos jóvenes que salieron antes, y entre todos procuramos colocar algunos bloques, hermosas piezas de seis pulgadas de espesor y unas ochenta libras de peso, sobre dos carretillas que cuatro damas de honor se encargaron de llevar hasta la puerta.
-Oye, Macumazahn -me dijo Umslopogaas-, si esos traidores vienen antes de que la puerta esté bloqueada, yo defenderé la escalinata circular. Alguno morirá; pero no me lo niegues, querido amigo: ayer tuvimos un buen día, y quiero que la noche sea digna de él. Voy a dormir un poco. Cuando sientas que vienen, despiértame; antes no, porque necesito recobrar toda la fuerza posible.
Sin añadir una palabra más, se tendió sobre los marmóreos peldaños, durmiéndose instantáneamente. Yo, por mi parte, estaba tan rendido de fatiga, que me vi obligado a sentarme en la portalada para dictar desde allí mis disposiciones. Las jóvenes llevaban los bloques; Nyleptha y Kara alzaban el muro que debía defender la puerta; pero tenía seis pies de anchura y se necesitaban tres filas de bloques: con menos habría sido inútil. Estaban almacenados a cuarenta varas de distancia, y aunque las doncellas trabajaban como titanes colocándolos en las carretillas y hasta cargando personalmente con ellos, era un trabajo lento y pesado.
La claridad del alba se extendió por el espacio, y un momento después oímos ruido en la inmensa escalera exterior. Hacía ocho minutos que trabajaban en la puerta, y sólo tenía dos pies de altura. Allí estaban ya; Alfonso había oído bien.
El ruido se acercaba, y a la incierta claridad de la aurora pudimos ver largas filas de hombres, cincuenta o cosa así, que arrastrándose unos tras otros, llegaban a la primera meseta, que descansaba sobre el arco volante, y se detenían allí. Una vez en ella, advirtiendo que ocurría algo arriba, con gran ventaja para nosotros, pasaron tres o cuatro minutos en consulta. Después, en silencio y con gran precaución, continuaron avanzando.
Llevaban un cuarto de hora trabajando, y la muralla había alcanzado una altura de tres pies, Desperté a Umslopogaas, que se estiró, y, cogiendo a Inkosi-kaas, dijo:
-¡Está bien! Me siento joven una vez más. He recobrado las fuerzas: el vino y el sueño han reanimado mi corazón, y tendremos una buena batalla. He soñado, Macumazahn; he soñado que tú y yo estábamos juntos en una estrella, y desde ella contemplábamos el mundo. Tú eras como un espíritu, Macumazahn: una luz iluminaba todo tu cuerpo; pero no recuerdo lo que era yo. Nuestra hora ha llegado, viejo cazador, y hay que doblar la cabeza. Hemos tenido buenos tiempos; pero desearía haber visto más batallas como la de ayer.
“Que me entierren, según la costumbre de mi pueblo, Macumazahn: con los ojos vueltos hacia Zululandia. Hace mucho tiempo me predijeron mi muerte, y va a cumplirse la predicción.
Después me estrechó la mano y corrió a hacer frente al enemigo, que avanzaba.
En aquel momento quedé atónito, viendo que Kara, saltando sobre la improvisada muralla, se colocaba al lado de Umslopogaas, desenvainando su largo puñal.
-¿Qué; tú también vienes? -dijo el anciano zulú-. ¡Sea bien venido, valiente! ¡”0w” por el abrazo de la muerte! ¡”Ow”; estamos prontos! ¿Quién es el primero que viene a saludar a la Capitana? (Inkosi-kaas). ¿Quién quiere probar sus mortales besos? ¡Yo, el Pico; yo, el Carnicero; yo, el Suave de pies; yo, Umslopogaas, el del Hacha, del pueblo de Amazulú, capitán del regimiento de los Nkomabakosi; el ahijado del rey, el ahijado de Maquedama; yo, de la sangre real de T’Chaka; yo, conquistador de lo inconquistable; yo, el hombre del anillo, el Lobo, os llamo, os desafío, os espero! ¡”0w”! ¿Eres tú?
Mientras el zulú hablaba así, o mejor dicho, cantaba su feroz himno de guerra, los armados, entre quienes reconocí a Nasta y a Agon, aparecían en la meseta, y un hombre enorme, armado con su pesada lanza, avanzando hacia la escalinata circular al frente de sus camaradas, atacó al gran zulú. Este movió el cuerpo, aunque no las piernas, y el golpe falló. Vi brillar en el espacio a Inkosi-kaas, y el cuerpo de aquel hombre, descabezado, rodó por los escalones. Al caer soltó su escudo, y el zulú, agachándose, lo recogió sin interrumpir su canto.
Un segundo más, y el atrevido Kara mataba a otro, empezando así una escena de la cual no he conocido semejante.
Los asaltantes fueron acercándose uno a uno, dos a dos, a veces tres, y apenas llegaban, el hacha crujía, el puñal se hundía, y, muertos o moribundos, rodaban por la escalinata. Umslopogaas, más fuerte cada vez, seguía entonando su cántico de guerra, diciendo el nombre de los jefes que caían bajo su hacha. Hendía y cortaba sin preocuparse de las formas y métodos que tanto le agradaban: no tenía tiempo para ello, y atendía sólo a no perder ningún golpe.
Lo atacaron con lanzas y puñales, y lo hirieron tantas veces, que su carne parecía roja; pero el escudo protegía su cabeza, y la cota el pecho, y la defensa de la escalinata no ceso un instante.
El puñal de Kara se rompió al fin, y abrazado a su enemigo, rodó con él: fué despedazado y murió como un valiente.
Umslopogaas continuó solo, sin detenerse, sin vacilar, sin interrumpir su canto. Los asaltantes lo miraron sorprendidos aterrorizados, creyendo que no era hombre mortal.
El muro de mármol tenía ya cuatro pies y medio, y mi corazón se regocijé observando tan glorioso trabajo. Inútil e inválido, nada podía hacer para ayudar a unos o a otros, porque ni aun revólver tenía: lo había perdido en la batalla.
El viejo Umslopogaas se apoyó en su hacha después de luchar él solo contra los que llegaron en masa, y, débil como estaba por la pérdida de sangre, llamó “cobardes” a los que se retiraban. Hubo un instante en que, a pesar de las exhortaciones de Nasta, nadie quiso acercarse; hasta que al fin Agon, a quien debo hacer la justicia de decir que era un valiente, loco de furor, y viendo que el muro de mármol iba a terminarse, contrarrestando así sus planes, avanzó con su lanza y llegó a los peldaños convertidos en lagos de sangre.
–¡Ah! ¿Eres tú, brujo agorero? _-gritó el zulú reconociendolo–- ¡Ven; te espero: ven! ¡He jurado matarte, y siempre cumplo mi palabra!
Agon, obedeciendo el mandato del zulú, se acercó, arrojándose sobre él con su lanza de tal modo, que, penetrando por el duro escudo, le rozó el cuello. Aquel momento fué el último de Agon, porque Umslopogaas, soltando el escudo, manejó el hacha con ambas manos, y antes de que aquél pudiera desprender la lanza, la dejó caer sobre su venerable cabeza, y el sumo sacerdote cayó muerto entre los cuerpos de sus secuaces. concluyendo así con su vida y sus rencores.
Un gran clamor resonó entonces en la amplia escalera. Mirando por el hueco de la puerta, descubierto aún, vimos que subían una porción de hombres armados. Los asaltantes, entre los cuales había varios sacerdotes, quisieron huir; pero, no teniendo por dónde escapar, fueron acuchillados. Sólo quedó uno: el gran señor Nasta, el pretendiente de Nyleptha, alma de la conspiración.
Permaneció un instante contemplando su largo puñal, desesperado, al parecer, y después, lanzando un grito terrible, arremetió contra el zulú, dándole tan terrible puñalada, que la delgada hoja, penetrando por la cota, se clavé en el costado y lo obligó a soltar el hacha.
Levantó de nuevo el puñal, pretendiendo acabar con Umslopogaas; pero lo conocía poco. Este, dando un furioso alarido, recobró la serenidad y saltó al cuello de Nasta como un león. Derribándolo cuando había puesto el pie en el último escalón, y abrazándolo como si sus brazos fueran des masas da hierro, rodaron luchando furiosamente. Nasta era fuerte y estaba desesperado; pero no podía igualarse con el hombre más fuerte de Zululandia, cuya fuerza, aun estando herido, era semejante a la de un toro.
El fin llegó al instante. El viejo Umslopogaas se desprendió de Nasta: vacilante, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se acercó la barandilla, y lanzando un grito de triunfo, lo arrojó al espacio, dejándolo caer en un precipicio a doscientos pies de profundidad.
El auxilio que habían ido a buscar las doncellas de honor antes de empezar aquella batalla llegaba ya, y los gritos que sentíamos nos anunciaron que la dudad entera se habla puesto en movimiento y quería saber lo que ocurría en palacio. Algunas de las jóvenes que tanto habían trabajado para ayudar a la reina a levantar el muro que interceptaba el paso, fueron a abrir la puerta lateral por donde antes habían salido sus compañeras a pedir socorro. Otras, auxiliadas por las fuerzas que llegaban, destruyeron la pared que poco antes formaron con tanto trabajo.
Apenas desapareció aquella muralla, el valeroso Umslopogaas, el héroe del día, entró vacilante con la turba de leales que penetraba en el patio. El desdichado estaba cubierto de heridas: apenas lo vi, comprendí que se moría. Una profunda herida en la frente, cerca del agujero que ostentaba en ella hacia tantos años, y de la cual manaba sangre en abundancia, le daba un aspecto feroz; pero las damas, olvidando desmayarse ante tan terrible espectáculo, le vitorearon con entusiasmo.
El zulú no se detuvo por eso: con los brazos extendidos, vacilante, continuó su camino a través del patio, seguido de todos los que iban llegando, hasta el salón del trono, donde se iba reuniendo una multitud de hombres armados que penetraban por la puerta lateral.
Dejando un rastro de sangre a su paso, llegó hasta la piedra sagrada, que estaba en el centro. Allí empezaron a faltarle las fuerzas: se detuvo, se apoyé en el hacha, y levantando la voz, gritó:,
-¡Me muero, me muero; pero ha sido una lucha regia! ¿Quiénes son los que suben por la gran escalera? ¡No los veo! ¿Estás ahí, Macumazahn, o has ido delante y estás esperándome en el sitio adonde yo iré muy pronto? ¡La sangre me ciega; todo lo veo rojo! ¡Oigo el clamor de muchas aguas! ¡Galasi me llama!9.
Después» como si le ocurriera una idea nueva, levantó su ensangrentada hacha y besó la hoja.
-¡Adiós, Inkosi-kaas! -exclamó-. ¡Pero no; debemos partir juntos: no podemos separarnos! ¡Hemos vivido mucho tiempo la una para el otro! ¡Nadie tendrá otra vez esta hacha en sus manos! ¡Un golpe más! ¡Sólo uno!
Irguiéndose, lanzó un grito desgarrador, impetuoso, y empezó a agitar el hacha, haciéndola girar en torno de su cabeza hasta que pareció describir un círculo de acero enrojecido; después, súbitamente, con una fuerza increíble, la dejó caer sobre la piedra sagrada. Saltó una lluvia de chispas, siendo tan sobrehumano el esfuerzo del golpe, que el macizo mármol se hizo pedazos con terrible estrépito, en tanto que de Inkosi-kaas sólo quedaban algunos fragmentos y una fibrosa cuerda de asta destrozada, que había sido el mango.
Al golpe cayeron sobre el pavimento los fragmentos de la sagrada piedra, y sobre ellos, sosteniendo aún el mango de Inkosi-kaas, cayó muerto el valiente zulú.
Así murió el heroico Umslopogaas.
• • •
Un murmullo de asombro recorrió el salón; todos cuantos presenciaban tan extraordinario espectáculo clamaron maravillados, no faltando quien gritara:
-¡La profecía! ¡La profecía! ¡La piedra sagrada se ha hecho pedazos!
-¡Sí! -exclamó Nyleptha con la viveza que tan peculiar le es-. ¡Sí, pueblo mío; esa piedra se ha hecho pedazos, y la profecía se ha cumplido, porque un rey extranjero se sienta en el trono de Zu-vendis! ¡Incubu, mi señor, ha derrotado a Sorais, y no hay que temerla ya! ¡El que ha salvado la corona, la ha ganado para sí! ¡Y este hombre -añadió volviéndose a mí y colocándome una mano sobre el hombro-, fijaos bien, herido en el combate de ayer, ha venido, con ese soldado muerto ahí, recorriendo una distancia de cien millas desde el ocaso a la aurora, sólo para salvarme del lazo que me tendieron los asesinos! ¡Me ha salvado, sí; y, por tanto, en vista de todo lo que han hecho, acciones tan gloriosas no tienen ejemplo en nuestra historia, el nombre de Macumazahn y el del difunto Umslopogaas, así como el de Kara, mi fiel criado, que lo ayudó a defender la escalinata, se grabarán con letras do oro sobre mi trono, y se les tributará gloria para siempre mientras la tierra perdure! ¡Yo, la reina, lo he dicho!
Tan valerosas palabras, dichas con singular energía, fueron recibidas con una salva de aplausos. Forzoso me fué manifestar que sólo habíamos cumplido un deber, como es costumbre hacerlo, tanto entro los ingleses como entre los zulúes, y que no éramos acreedores a tanta alabanza. Los aplausos redoblaron al oír mis palabras, y yo, no pudiendo resistir más, fui conducido a mi habitación y me metí en el lecho.
Al pasar vi a “Luz del día”, el valeroso caballo, tendido en el patio, lo mismo que quedó cuando entramos horas antes. Pedí a los que me conducían que me incorporaran un poco para verlo mejor, antes que se lo llevaran, y, con gran sorpresa, casi sin poder creerlo, vi que abría los ojos, levantaba un poco la cabeza y relinchaba débilmente.
Habría gritado de júbilo viendo que aun vivía; pero, desgraciadamente, no me quedaba aliento siquiera para gritar. De todos modos, siguiendo mis indicaciones, lo recogieron y lo obligaron a tragar cierta cantidad de vino.
Quince días después, completamente restablecido, era el orgullo de Milosis, y siempre que lo veían los moradores de la ciudad se lo enseñaban a sus hijos, diciendo: “Con ese caballo salvaron a la “Reina Blanca”.
Me metieron en el lecho después de lavarme y quitarme la cota de malla: por cierto que me hicieron mucho daño al quitármela; pero no era extraño, porque tenía en el costado izquierdo una contusión de seis pulgadas de diámetro.
Después pasó un período durante el cual no tuve conciencia de mis actos: lo único que recuerdo son los pasos de caballos que pasaron diez horas después. Levanté la cabeza y pregunté qué ocurría.
Alguien me dijo que era una gran fuerza de caballería enviada por Curtis para ayudar a la reina, y que habían salido del campamento dos horas después de ponerse el sol Cuando salieron, el ejército de Sorais, completamente destrozado, se retiraba a monte Arstuna, seguido por los nuestros. Sir Enrique acampaba con los restos de sus rendidas fuerzas en el sitio donde lo hiciera Sorais la noche anterior (tales son los azares de la guerra), proponiéndose ir sobre monte Arstuna al día siguiente. Al oír tales noticias, vi que podía morir libre de un peso enorme, y perdí el conocimiento otra vez.
Cuando volví en mí, lo primero que vi fué el redondo disco de un simpático monóculo, detrás del cual estaba Good.
-¿Qué tal vamos, camarada? -dijo una voz, vecina del monóculo.
-¿Qué hacéis aquí?– pregunté con débil acento-. Debíais estar en monte Arstuna. ¿Habéis desertado? ¿Qué ocurre?
-Monte Arstuna -repuso con alegría- lo tomamos la semana pasada. Habéis permanecido sin conocimiento por espacio de quince días, y no os habéis dado cuenta de nada. Lo tomamos con todos los honores de la guerra: tocaron las trompetas, ondearon las banderas... ¡Os aseguro que jamás vi espectáculo semejante!
-¿Y Sorais? -pregunté.
- ¿Sorais? Está prisionera. ¡Los malditos la entregaron! -añadió cambiando de tono-. ¡Sacrificaron a la reina para salvarse ellos! Van a traerla aquí, y no sé lo que sucederá. ¡Pobre mujer! -añadió suspirando.
-¿Dónde está Curtis? -pregunté.
-Con Nyleptha. Salió a caballo para ir a nuestro encuentro, y os aseguro que daba gozo verla. Mañana vendrá a veros, porque los médicos le han aconsejado que no venga hoy.
No obstante la opinión de los médicos, creí que debía haber ido a verme apenas llegara, aunque no dije nada. Comprendo, sin embargo, que, cuando un hombre se ha casado poco antes y acaba de ganar una batalla, atiende mucho al consejo de los médicos, y hace bien.
A poco oí una voz muy familiar diciéndome que “monsieur debía acostarse ya” (me había incorporado en el lecho), y volviendo la cabeza, vi los enormes bigotes de Alfonso a cierta distancia.
-¿Estás ahí? -le dije.
-Sí, monsieur. La guerra ha concluido; mis aficiones militares están satisfechas, y vuelvo para cuidar a monsieur.
Me reí, o mejor dicho, procuré reírme, pensando ea las aficiones militares de Alfonso, y temo que lo coloqué a la altura de su abuelo: verdad es que es mala cosa ser eclipsado por un antepasado. Sea lo que fuere, lo cierto es que no he conocido mejor enfermero. ¡Pobre Alfonso! ¡Espero que siempre se acuerde de mí con el mismo cariño que yo le consagro a él!
Al día siguiente por la mañana, Curtis y Nyleptha vinieron a visitarme, y me contaron todo lo ocurrido desde que Umslopogaas y yo salimos del campamento, galopando desenfrenadamente para salvar la vida de la reina. En totalidad, creo que manejó muy bien el asunto, demostrando que era un general.
Nuestras bajas fueron muy numerosas: miedo me da decir el numero de los que perecieron en aquella desesperada batalla; pero fué saludable para la población masculina del país.
Curtis se alegró mucho de verme: es un buen amigo, y me dió las gracias can lágrimas en los ojos por lo poco que había hecho. Cuando me miró, observé que retrocedía espantado.
Nyleptha estaba radiante de alegría. Su señor había vuelto sin más daño que una herida muy fea en la frente. Creo que la terrible mortandad ocurrida no era bastante para disminuir su gozo. No puedo censurarla, por eso, sabiendo que una mujer cariñosa ve todas las cosas por los cristales de su amor, sin preocuparse de la desgracia de muchos, si con ella se logra la felicidad de uno. Tal es la naturaleza humana; perfecta según los positivistas, y, sin duda, tienen razón.
-¿Qué vas a hacer con Sorais? -pregunté..
-¡Sorais! -dijo Nyleptha con acento de impaciencia-. ¡Ah, Sorais!
Sir Enrique procuró cambiar de conversación.
-Pronto estaréis bueno y podréis ir por todas partes dijo.
Moví la cabeza sonriendo.
-No queráis engañaros a vosotros mismos -dije--. Tal vez me reponga un poco; pero no me pondré bien del todo. Soy hombre muerto, Curtis. Voy despacio; pero me muero. ¿Ignoráis que he estado escupiendo sangre toda la mañana? Tengo el pulmón herido: lo sé bien; no me engaño. Pero no os apuréis: he vivido bastante, he cumplido mi misión, y estoy dispuesto, cuando Dios se digne llamarme. Dadme el espejo; ¿queréis? Deseo mirarme.
Curtis se negó a hacerlo buscando pretextos; pero insistí, y conseguí que me dieran uno de los discos de plata pulimentada que sirven de espejos en Zu-vendis. Me miré, ,y lo dejé a un lado.
-Es lo que pensaba -dije-. ¿Y aun decís que voy a ponerme bueno y que abandonaré pronto el lecho?
A pesar de la impresión que recibí al contemplarme en el espejo no quise dejarles comprender lo mucho que me había afectado. Mi rostro seco y arrugado y mis cabellos blancos completamente me hicieron muy mal efecto; pero lo que más me disgusté fueron las grandes y amoratadas ojeras que me desfiguraban por completo.
Nyleptha empezó a llorar, y sir Enrique volvió a cambiar de conversación, diciéndonos que los escultores habían sacada un molde del cuerpo de Umslopogaas a fin de modelar una estatua en mármol negro que le representaba en el acto de hacer pedazos la piedra sagrada. Con este monumento había de hacer juego otro de mármol blanco que me representara a mí y a “Luz del día” en el momento de llegar al patio después de nuestra vertiginosa carrera, cuando el pobre animal caía reventado.
Cuando escribo esta narración, seis meses después de la batalla, las estatuas están casi terminadas: las he visto, y son hermosísimas; especialmente la de Umslopogaas, que parece él mismo en persona. La mía es buena; pero han idealizado mi rostro, feo de suyo: cosa que, después de todo, es un beneficio, porque, habiendo de contemplarlo miles y miles de personas en generaciones venideras, no sería agradable parecer antipático.
Me dijeron también, continuando el asunto donde iba antes de escribir el párrafo anterior, que habían tenido presente el último deseo de Umslopogaas, y que en lugar de quemarle, como se hace aquí con los muertos, lo habían vendado bien, siguiendo la costumbre zulú, envolviéndolo después en una ligera hoja de oro batido, sepultándolo en un hueco hecho a propósito en el muro da la escalinata circular que tan heroicamente defendió, y que, a lo que pudieron juzgar, mira a Zululandia. Allí permanece y permanecerá siempre, toda vez que, después de embalsamarlo con hierbas aromáticas, lo encerraron en una caja de piedra.
La gente dice que durante la noche su espíritu baja y agita a Inkosi-kaas en la puerta, no atreviéndose a pasar por allí apenas anochece.
Cosa rara en verdad; pero ha aparecido una nueva profecía o leyenda del modo como aparecen las cosas en los pueblos bárbaros o medio civilizados: lo mismo que el viento; sin que nadie sepa cómo empieza.
Según esa profecía, mientras el zulú permanezca allí, enfrente de la escalinata que defendió, estando vivo, la nueva “Casa de la Escalera” que nacerá en la unión de sir Enrique y Nyleptha vivirá prósperamente; pero, cuando lo quiten de allí por cualquier accidente, o sus huesos, hechos polvo, desaparezcan, la dinastía terminará, y el pueblo zu-vendi dejará de ser una nación.
9 Allan Quatermain ignoraba quién era Galasi: su historia se refiere en Nadia-el-Lirio.